viernes, 6 de noviembre de 2009

Fanáticos fundamentalistas




Los romanos estaban hartos de los cristianos (Hechos 28:22). ¡Y como no iba a ser!, si donde iban éstos hacían destrozo y medio, rompiendo y quemando las estatuas de los templos paganos (no cristianos). El historiador Suetonio (siglo I de nuestra era) escribe en su libro “Vida de los doce césares” que el emperador claudio expulsó de Roma a “unos judíos que ocasionaban tumultos a causa de un tal Cresto”. Así es. Las autoridades imperiales veían con suma preocupación como esa secta de locos revoltosos se reproducía como conejos. Y para colmo, en mil veces más sectarios que los judíos.

¿Cómo se explica la expansión en forma exponencial del cristianismo en la Roma de los césares? Si bien los cristianos odiaban los otros cultos, entre ellos eran muy solidarios y se ayudaban como una gran familia. Sus miembros se sentían “parte de algo coherente dentro del caos”, lo que les otorgaba identidad, como ocurre hoy con las pandillas.

Si alguien en esa época se convertía al cristianismo, ¡terrible!, sus parientes se preocupaban y trataban de sacarlo a como diera lugar de esa secta considerada peligrosa. Si bien Roma era muy permisiva con todo tipo de culto, a los cristianos los veían como una plaga. Y no es una exageración. Los odiaban, pero dada la libertad que se promovía en sus leyes, hacía falta una acusación claramente política para poder deshacerse de ellos. Es aquí donde encaja el célebre y legendario incendio de Nerón.

Un incendio políticamente correcto


En el año 64 de nuestra era Roma era una ciudad desigual. Tenía zonas urbanas muy modernas, elegantes, bien iluminadas, amplias y salubres, pero había otras partes, correspondientes a la Roma antigua, que estaban abigarradas de tugurios de madera y arcilla que se caían a pedazos, donde las enfermedades eran pan de todos los días para sus habitantes. Nerón quería terminar con ese problema de una vez por todas, pero no encontraba la forma que la gente cooperara con las reformas que pensaba efectuar. Además, quería construir un palacio esplendoroso, digno de la divinidad que él se creía que era en sus delirios de grandeza. Con el incendio, Nerón mataría dos pájaros de un tiro: solucionar el problema de remodelación de la ciudad y quitarse de encima a esa “superstición estúpida” (que así era como tildaba al cristianismo Plinio el Joven en su “Carta a Trajano”).

El incendio duró seis días. Ardió Roma como un papel. Murieron miles de víctimas: quemados, asfixiados, aplastados por los escombros, hubo gente que lo perdió todo. Y aunque se designaron refugios para los damnificados, no fueron suficientes. Al ir calmando el fuego, las víctimas reclamaron un culpable y Nerón se los dio gustoso: los cristianos. El pueblo aceptó ese chivo expiatorio, aunque sabía que ellos no eran los responsables del incendio, igual la gente los condenó por su fanatismo. El historiador romano Tácito escribe en el siglo I de nuestra era:
“…fueron arrestados los que confesaron (ser cristianos),…aunque no se les condenó tanto por el incendio como por su odio a la raza humana (Anales, XV 44)”.

El Mesías que nunca llegó

Entonces comenzó la más terrible de las persecuciones hacia esa secta. Cientos fueron crucificados, otros arrojados a las fieras en el circo y otros los quemaron vivos como antorchas humanas. Fue debido a esta persecución que Pablo que Pablo cayó por fin en manos de las autoridades romanas, acusado de un delito político contra el imperio: ser el autor intelectual del gran incendio.

Fueron tiempos violentos para todos. Junto con las persecuciones cristianas, había otra bomba de tiempo que estaba también a punto de explotar. Los judíos ya no soportaban más el yugo de los romanos. Los zelotes, una secta judía ultranacionalista de tipo terrorista, promulgaban la lucha armada contra Roma. Ellos esperaban un Mesías que sería un líder político y militar, al estilo de Moisés, que liberaría a la nación judía del nuevo faraón opresor: el césar romano. Juan Bautista quiso encajar en este molde y empezó a encabezar revueltas políticas contra Herodes, pero le costó literalmente la cabeza. En cambio Jesús siempre mantuvo una distancia crítica frente a la política y la milicia. No obstante, tenía seguidores zelotes que permanecían a su lado esperanzados en que en algún momento su Maestro cambiara de opinión. Cosa que jamás sucedió.

Cuando murió Jesús, los zelotes se retiraron decepcionados al desierto a enfrentar al imperio mediante guerrillas. Mientras tanto en Roma los tributos aumentaban junto con la pobreza y el descontento judío. Azuzado por los zelotes, todo estalló en un terrible choque armado entre judíos y romanos en la revuelta del 66 de nuestra era en Jerusalén. Corrió ríos de sangre durante varios años. Según las crónicas de la época, se cuenta que en pleno caos los judíos en su desesperación empezaron a convencerse entre ellos de que en cualquier momento llegaría el Mesías para salvarlos, pues sin duda eso que estaban viviendo era el fin del mundo. Pero su Salvador, justo como ellos querían, no llegaba, ni llegó nunca.

Adiós Jerusalén, adiós


Dado que las murallas de Jerusalén resultaban infranqueables, el comandante romano Tito incendió las puertas y arrasó con todo lo que encontró a su paso, incluyendo el sagrado Templo de Salomón. La ciudad resistió cinco meses, pero fue en vano. El destino ya había dado su veredicto. Perecieron miles de judíos. Fue una carnicería. La caída y saqueo de Jerusalén ha quedado retratado en el Arco del Triunfo de Roma, donde aparece en sus relieves el ejército romano llevándose como trofeo de guerra el candelabro de siete brazos (Menorah), una de las grandes reliquias judías. Los apócrifos 4 Esdras y 2 de Baruc del Antiguo Testamento detallan todo este incidente. El Arca de la Alianza, el bien más preciado del Templo no se halló.

Así fue como la guerra le arrancó las entrañas al judaísmo. Cuenta el historiador Flavio Josefo que los presos judíos que quedaron con vida fueron apedreados, crucificados y vendidos como esclavos a otras tierras. Es éste el más famoso de los exilios judíos. Se dice que la mayor parte de cristianos había escapado de Jerusalén antes de la catástrofe, porque interpretaron como una profecía de estos sucesos algunas frases de Jesús en las que advertía que tendrían que huir a las montañas (Lucas 21:21). De esta forma, Palestina quedó prácticamente desolada y devastada en manos de los romanos. Sin embargo, hubo un último aletazo de ahogado antes del exilio total. Fue en el año 135 cuando estalló la insurrección judía liderada por Bar Koshba. El emperador Adriano los hizo papilla y a los pocos que sobrevivieron los expulsó ahora sí, definitivamente. Al punto que los romanos cambiaron el nombre de Jerusalén por el de Aelia Capitolia y la consagraron a Júpiter. De esta manera, los judíos fueron arrojados de Jerusalén por casi dos mil años, para después de dos guerras mundiales volver a la tierra prometida.

Dolor

En verdad, esa época fue como “el fin de los tiempos” para los hebreos. Todas sus ilusiones nacionalistas terminaron destrozadas en mil pedazos, puesto que no vino el Mesías político y militar que tanto estaban esperando. Por eso, en un intento de olvidar esa etapa negra de sus vidas, negaron casi todas las profecías que hablaban del Mesías esperado, considerando pecaminoso leer libros apocalípticos pues estaban llenos de profecías mesiánicas. Quedaron apenas algunas referencias y el llamado “pequeño apocalipsis”, que se basa en los libros prohibidos como el Libro de Enoc, el Libro de los Jubileos y el Testamento de los Doce Patriarcas. Al ser proscritas las profecías mesiánicas, la mayoría de los libros apocalípticos fueron considerados apócrifos. Lo doloroso se trata de olvidar, convirtiéndolo en tabú. Es un mecanismo de defensa de la psique colectiva.

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